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El estilo es la impronta inconfundible deli
maestro; y la única cualidad que el aprendiz que no aspira a contarse un
día entre los gigantes puede, sin embargo, mejorar a voluntad. En la
hora de nuestro nacimiento se nos asignan la pasión, la sabiduría, la
fuerza creadora, el poder del misterio o del color, cualidades que no
pueden simularse ni aprenderse. Pero el uso preciso e inteligente de las
cualidades que poseemos, el sentido de la proporción de una parte con
respecta a otra y al todo, la omisón de lo inútil, la acentuación de lo
importante, y el mantenimiento de un carácter uniforme a lo largo de la
obra, esas cualidades que unidas constituyen la perfección técnica, son
en buena medida fruto exclusivo de la disciplina y del coraje
intelectual. Qué poner y qué omitir; decidir si un hecho es
orgánicamente necesario o puramente ornamental; si, de ser ornamental,
cantribuye a debilitar u oscurecer el plan de la obra; y finalmente, si
decididos a utilizarlo, debemos hacerlo desnuda y abiertamente o bajo
algún disfraz convencional; tales problemas de estilo surgen a cada
paso. Y la esfinge que vigila las encrucijadas del arte no podría
proponer un enigma más irresoluble.
La gran transformación del siglo pasado en
literatura (de la que tomo los ejemplos) se produjo con la admisión del
detalle. Fue iniciada por el rom á ntico Scott, y secundada a la larga
por el semirromántico Balzac y sus, en cierto modo nada románticos
seguidores, ligados como por obligación al novelista. Durante algún
tiempo, este hecho vino a significar y dio cuenta de una observación más
minuciosa de las condiciones de la existencia humana; pero
recientemente (al menos en Francia) se ha caído en un estadio puramente
técnico y decorativo que acaso sea aún excesivamente severo denominar de
supervivencia. Con evidentes muestras de alarma, los más sabios o
recelosos empiezan a apartarse un poco de ambos extremos; empiezan a
ambicionar una articulación narrativa más desnuda; más sucinta, noble y
poética; y para ello un aligeramiento general de este bagaje de
detalles. Después de Scott, advertimos cómo la escuálida narración - por
una vez abstracta como una parábola en manos de Voltaire-, empieza a
dar cabida a los hechos. La introducción de estos detalles dio pie al
desarrollo de una particular habilidad literaria; habilidad que,
puerilmente cultivada, condujo a las obras que hoy en día nos causan
asombro durante un viaje en tren. Un hombre de la fuerza indiscutible de
Monsieur Zola se consume en logros técnicos. Incrementa el sabor
popular que atrae a las masas con una peri ó dica inyección de lo que yo
llamaría ranciedad. Resulta muy atractivo para el moralista; pero al
artista le concierne más especialmente que esta tendencia a extremar los
detalles, respetada como un principio, pueda degenerar en un mero feux -de- joie de cocina literaria. Hace algunos días o ímos a Monsieur Daudet en persona divagar sobre colores audibles y sonidos visibles.
El extraño suicidio de un sector de los realistas
quizá contribuya a hacernos recordar un hecho que subyace al end é mico
conflicto que existe entre los críticos. Todo arte representativo que
esté vivo es a la vez realista e idealista; y el realismo, centro de
nuestra discusión, es un asunto de pura apariencia externa. No es tanto
el culto especial a la naturaleza y a la verdad como el mero capricho de
una moda oscilante lo que nos ha hecho volver la espalda al arte más
amplio, variado y romántico de antaño. La precisi ó n fotográfica de los
diálogos es hoy la moda que impera; pero incluso las plumas más capaces
no nos dicen más -acaso menos- que lo que Molière, blandiendo su
instrumento artificial, nos ha dicho a nosotros y a todas las épocas
sobre Alceste y Orgon, Dorine o Chrysale. La novela histórica ha caído
en el olvido. Sin embargo, la fidelidad a la condición de la naturaleza y
a la vida humana, la verdad del arte literario, no son privativas de
ninguna época. Aparecen en una comedia de enredo, como en una novela de
aventuras o en un cuento de hadas. La escena puede representarse en
Londres, en las costas de Bohemia o en las lejanas montañas de Beulah. Y
si hay un capítulo en la literatura que, por un extraño y esclarecedor
accidente esté pensado para despertar la envidia de Monsieur Zola debe
de ser el Troilo y Crésida que, en un arrebato de femenina indignación con el mundo, Shakespeare injertó en el relato heroico del asedio de Troya.
Quede bien claro, pues, que la cuestión del
realismo en nada afecta a la verdad fundamental, sino a la técnica
narrativa de una obra de arte. No por ser idealista y abstracto se es
menos veraz; si eres débil, corres el riesgo de ser tedioso e
inexpresivo; pero si eres vigoroso y honesto, tal vez alumbres una obra
maestra.
Una obra de arte se concibe primero como una
nebulosa: durante el período de gestación se perfila con más claridad
entre las nieblas envolventes, adopta rasgos expresivos y al cabo
deviene ese impecable mas, ay, también incomunicable producto de la
mente humana, un diseño elaborado. En el momento de su ejecución, el
panorama cambia por completo. El artista debe poner los pies en la
tierra, embutirse en sus ropas de faena y convertirse en un artesano.
Con resolución somete su etérea estructura, su delicado Ariel, al
contacto de la materia; decide, en un suspiro el alcance, el estilo, el
espíritu y los detalles de ejecución de todo el diseño.
La idea originaria de algunas obras de arte es
estilística; por encima de algún principio de vida más cabal, señorea en
ellas la preocupación técnica. Y entonces la ejecución no es más que un
juego; porque el problema estilístico está resuelto de antemano y toda
ambiciosa originalidad de tratamiento explícitamente predeterminada.
Tales son los versos intrincadamente elaborados que, con una cierta
risueña admiración, hemos aprendido a apreciar de la mano de los señores
Dobson y Lang; tales, también, los lienzos en los que la destreza o
incluso un estilo plástico ambicioso ocupan el lugar de la nobleza
pictórica de la composición. Por ello, quiero hacer notar, fue más
sencillo empezar a escribir Esmond que Vanity Fair,
pues, en el primero, el estilo venía dictado por la naturaleza del plan,
y Thackeray, hombre probablemente algo perezoso, disfrut ó y supo sacar
partido de esta economía de esfuerzo. Pero su caso es excepcional.
Habitualmente en las obras de arte concebidas desde dentro hacia afuera,
que se nutren profusamente de la fantasía del artista, el momento en
que é ste empieza su ejecuci ó n es de suma perplejidad y una tensión
extrema. Los artistas con una energía indistinta y una imperfecta
devoción por su ideal realizan este esfuerzo ingrato una sola vez; y
creado un estilo, se apegan a él durante toda la vida. Pero aquellos que
ocupan un estadio superior no se satisfacen con un proceso que, a
fuerza de uso, degenera infaliblemente en lo mon ó tono y lo académico.
Cada nueva obra es señal de un nuevo compromiso de todas sus facultades
mentales; y los cambios de ideas que acompañan a sus experiencias están
marcados por las alteraciones aún más radicales en la forma de su arte.
De ahí que la crítica guste de demorarse en distinguir las distintas
épocas de un Racine, un Shakespeare o un Beethoven.
Es, pues, en este momento inicial y decisivo cuando
comienza la ejecución y cuando, aunque en menor medida, lo ideal y lo
real, como ángeles buenos y malos, contienden por tomar las riendas de
la obra. El mármol, la pintura y el lenguaje, la pluma, la aguja y el
pincel tienen sus asperezas, sus limitaciones invencibles, sus horas,
por así decir, de insubordinación. La tarea y buena parte del goce del
artista residen en lidiar con estas herramientas díscolas y, ya sea por
la fuerza bruta o mediante el ingenio, guiarlas y seducirlas para que se
plieguen a su voluntad. Dados estos medios tan irrisoriamente
inadecuados, y dados el interés, la intensidad y la multiplicidad de
sensaciones cuyo efecto el escritor se propone traducir con su ayuda, el
artista cuenta con un recurso necesario y fundamental que, en cualquier
caso y al margen de las teorías, debe utilizar. Se trata de suprimir
mucho y omitir aún más. Omitir lo tedioso e irrelevante, y suprimir lo
tedioso y superfluo. Mas los hechos que en el plan principal favorezcan
una variedad de prop ó sitos deben por fuerza conservarse. Y es señal de
un arte creativo de primer orden estar tejido de éstos exclusivamente.
Todo hecho registrado allí engendra una deuda a pagar por el doble o el
triple, y al mismo tiempo es un ornamento en el lugar preciso y un pilar
del diseño general. No deber á tener cabida en un cuadro de esta
naturaleza todo lo que no sirva a un tiempo para completar la
composición, acentuar el esquema cromático, distinguir los planos de
distancia y pulsar la nota del sentimiento elegido; lo que no aligere el
desarrollo de la fábula, cree los personajes y lleve a buen puerto el
proyecto filosófico o moral. Pero este objetivo es inalcanzable. Por
regla general, estamos tan lejos de fabricar el tejido de nuestras obras
sólo con estos elementos, que nos extasiamos creyendo que podemos
reunir una docena o una veintena de ellos para que sean lo más granado
de nuestra obra. Y así, para que pueda el lienzo llenarse y la narración
proseguir, han de admitirse otros detalles. Admitirse, ay, con títulos
de dudosa legitimidad; muchos sin vestido de gala. Por eso cualquier
obra de arte, al ir avanzando hacia su consumación, a menudo - por no
decir siempre - pierde fuerza profundidad. Nuestra melodía sucumbe y se
empequeñece bajo una orquestación escasamente relevante; nuestra
apasionada narración naufraga en un mar profundo de elocuencia
descriptiva y conversación desaliñada.
Pero, una vez más, nos tienta dar cabida a los
detalles que sabemos describir; y especialmenie a aquellos que han sido
descritos con tanta frecuencia que ya reciben un tratamiento
consuetudinario en la práctica de nuestro arte. Elegímos éstos como
elige el arquitecto la hoja de acanto que habrá de decorar el capitel,
porque acuden con naturalidad a la mano ejercitada. Los incidentes y
accesorios habituales, los trucos del oficio y los esquemas de
composición (sin duda de excelente calidad, o de otra forma habrían
caído en el olvido), obsesionan y tientan a nuestra fantasía, nos dan
soluciones hechas aunque no totalmente adecuadas para los problemas que
surgen, y nos desligan progresivamente del estudio de la naturaleza y de
la práctica inflexible del arte. Luchar, enfrentarse a la naturaleza,
encontrar soluciones nuevas y dar expresión a todo aquello que no ha
sido objeto de un tratamiento elegante o apropiado, equivale a caer
peligrosamente en una excesiva autocomplacencia. La dificultad pone un
alto precio al éxito; y el artista puede cometer fácilmente el mismo
error que los naturalistas franceses y considerar digna la admisión de
cualquier detalle susceptible de un trabajo brillante; o el mismo error
que el paisajista de nuestro tiempo que da en creer que la dificultad
superada y el alarde de ciencia pueden ocupar el lugar de lo que, en
definitiva, constituye la razón y el aliento de todo arte, el encanto.
Con el tiempo considerar á el encanto como un sacrificio innecesario a
la belleza y la omisión de un pasaje tedioso como una traición al arte.
Ahora podemos observar la diferencia. Con la mirada
fija en el plan general, el idealista prefiere llenar el vacío con
detalles convencionales, brevemente bosquejados, sobrios, contenidos y
rayanos en el descuido. Pero el realista, más temperamental, no debe
permitirse ninguna convención muerta; cautiva nuestra mirada tomando de
la naturaleza todo lo ardiente y fogoso, notable y vigorosamente
expresivo. El estilo tributario de uno de estos dos extremos, una vez
elegido, conlleva inevitables peligros y limitaciones. El primer peligro
del realista es sacrificar la belleza y el significado del conjunto en
aras de algún logro aislado, o inmolar a sus lectores en la persecución
insensata de totalidad bajo el peso de los hechos; y en el último
momento. con sus fuerzas menguadas, llega a desechar todo proyecto,
abjura de toda elección y, con cienífica meticulosidad, transmite
periódicamente conocimientos baldíos. El peligro del idealista,
naturalmente, consiste en resultar inexpresivo y perder todo contacto
con el dato, la particularidad y la pasión.
Hablamos de lo bueno y de lo malo. Todo lo que se
concibe con honestidad y se realiza y comunica con ardor es sin duda
bueno. Pero aunque el dogmatismo no encaja en ninguno de los bandos, y
aunque en cada caso el artista decide por s í mismo, y decide de nuevo
una y otra vez antes de cada trabajo y de cada creación, podemos, no
obstante, decir que, en términos generales, los hombres del último
cuarto del siglo diecinueve que respiramos la atmósfera intelectual de
nuestro tiempo podemos con m á s facilidad equivocarnos en favor del
realismo que pecar en busca del ideal. De acuerdo con esta teoría,
debiéramos cuidar y corregir nuestras decisiones, manteniendo la mano
alejada de la menor apariencia de logro irrelevante, y resueltamente
decididos a no comenzar obra alguna que no sea apasionada y filosófica,
noble y jubilosa, o cuando menos, y no en menor medida, romántica en su
concepción.
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